Maurice by E. M. Forster

Maurice by E. M. Forster

autor:E. M. Forster [Forster, E. M.]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Romántico
editor: ePubLibre
publicado: 1971-01-01T05:00:00+00:00


Tercera parte

XXVI

Durante tres años, Maurice había vivido tan equilibrado y feliz que continuó haciéndolo automáticamente durante un día más. Despertó con la sensación de que todo se arreglaría pronto. Clive volvería, disculpándose o no, según decidiese, y él disculparía a Clive. Clive debía amarlo, porque todo en su vida dependía del amor y todo continuaba igual. ¿Cómo iba a poder él dormir y descansar si no tenía un amigo? Cuando volvió de la ciudad no encontró ninguna noticia, permaneció un rato en calma, y permitió a su familia especular sobre la partida de Clive, pero comenzó a observar a Ada. Parecía triste. Hasta su madre lo había advertido. Con ojos ensombrecidos, la observaba. Si no fuese ella, habría menospreciado la escena como uno de los largos discursos de Clive, pero ella se introducía en aquel discurso como un ejemplo. Y se preguntaba por qué estaría tan triste.

—Oye… —comenzó cuando quedaron solos; no tenía idea de lo que iba a decir, aunque un súbito negror debería haberle prevenido. Ella contestó, pero él no pudo oír su voz.

—¿Qué es lo que te pasa a ti? —preguntó, tembloroso.

—Nada.

—Hay algo… Lo veo. Tú no puedes engañarme.

—Que no… De verdad, Maurice, no pasa nada.

—¿Qué dijo… qué dijo él?

—Nada.

—¿Quién no dijo nada? —chilló, aporreando la mesa con ambos puños. La había atrapado.

—Nada… Solo Clive.

Aquel nombre en labios de ella desencadenó el infierno. Él sufría terriblemente, y antes de que pudiera contenerse había dicho palabras que ninguno de los dos olvidaría jamás. Acusó a su hermana de corromper a su amigo. La dejó suponer que Clive se había quejado de su conducta y había regresado a la ciudad por ese motivo. Y la delicada naturaleza de ella quedó tan afectada que no fue capaz de defenderse, solo de suspirar y gemir e implorarle que no se lo dijese a su madre, como si realmente fuese culpable. Él asintió. Los celos le habían enloquecido.

—Pero cuando le veas… al señor Durham, dile que yo no quería… Dile que él es la persona a la que menos querría…

—… ofender —concluyó él; hasta después no comprendió su propia infamia.

Ocultando su rostro, Ada se derrumbó.

—No se lo podré decir. Nunca más volveré a ver a Durham para decírselo. Puedes tener la satisfacción de haber roto esta amistad.

Ella suspiró.

—No me importa eso… Siempre has sido tan malo con nosotras. Siempre.

Él despertó al fin. Kitty le había dicho cosas parecidas, pero Ada nunca. Se dio cuenta de que por detrás de su actitud servicial, sus hermanas le detestaban: Ni siquiera en su casa había logrado triunfar nunca. Murmurando «no es culpa mía», la abandonó.

Una persona más refinada habría actuado mejor y quizás habría sufrido menos. Maurice no era un intelectual, ni tenía un temperamento religioso, ni disponía de ese extraño alivio de la autocompasión que algunos se conceden. Salvo en un punto, su temperamento era normal, y actuaba como lo haría un hombre medio al que después de dos años de felicidad su mujer le traiciona. Nada significaba para él que la naturaleza hubiese repasado aquella puntada suelta con el fin de continuar su orden.



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